lunes, 4 de mayo de 2009

Desesperanza

Casi ya no recuerdo los días en que acostumbraba soñar. No recuerdo más las ilusiones, ni el ambiguo significado de la esperanza. Ahora me siento a mirar el vacío, y me parece que las nubes se encuentran más allá de las ganas del suicidio –hace cinco días lloré inconteniblemente por el miedo a la agonía y a la muerte—; más allá de las ganas de salir huyendo –cuando la gente aún podía viajar, anduve por los río profundos, por las montañas y por el mar de gran parte de Latinoamérica, y siempre sentí inevitable nostalgia y ganas de volver con la familia, ahora extinta—; más allá de estrellar mi cabeza contra la pared –de cualquier manera todo golpe físico resulta doloroso—; más allá de las ganas de estirar los pies al salir a caminar y ver el sol –el cielo siempre puede oscurecerse con polvo radioactivo—, y más allá de las ganas de salir de este hoyo oscuro y verte.

Ayer buscaste mi rastro; como por acto ritual, con mi última electricidad, sentí la vibración de tu llamado y te encontré, por las desiertas calles de lo que fue el centro de nuestra ciudad abandonada. Locales cerrados y apenas cinco transeúntes con un trapo cubriendo sus bocas, y en medio de la desolación apareciste. Me obligaste a abandonar mi agujero para arrastrarme a otro, un agujero oscuro también, pero colectivo, como último agujero de los sobrevivientes darks, hippies y cholos de barrio. Platicamos un poco; nos besamos bajo el riesgo de contagiarnos de virus, –pues en este tiempo los besos, los toqueteos y el coito sólo son seguros a través del espacio virtual –y, a pesar de todo, mi entrega no logró la magia de antaño. “¿Ya no me quieres? ¿Por qué hoy eres tan extraña conmigo?” preguntaste. Yo respondí que sí con desgano, que soy tuya, pero mis gestos delataban mi duda. Lo notaste –nunca has sido ingenuo, al menos para observar— y yo tibia –como siempre que estoy ante una situación decisiva— traté de acariciarte y decirte que aún quiero arrastrarme ante tus pasos. No lo creíste; creo que ni siquiera yo lo creí. Así que cogí mi morral y, sin despedirme, abandoné el agujero para ir a encerrarme en el mío, cuya ubicación –por si acaso un día decidieras buscarme realmente— nunca te importó conocer y cuyo estado deplorable de humedad ignoraste porque nunca te importó saberlo. Quizá sea por la humedad que mi corazón ya no cree nada, que no tiene calidez alguna y que parece purulento. La causa de tanta humedad son mis lágrimas y mis estornudos. Creo que enfermé desde hace tiempo; creo que pronto me apagaré.

2 comentarios:

  1. No manches! es hermoso, me gusto mucho, los agujeros, los espacios virtuales, la forma de describir el corazón desgastado … genial!

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