miércoles, 9 de noviembre de 2011

Sueños a la inversa

Oiga, usted también pidió ron, ¿verdad? ¿No se le hace que está como adulterado? apenas llevo tres copas y ya siento que las cosas giran hacia la izquierda. Jaja, sí, ya sé que eso está extraño, pero es que depende de la sustancia, las pocas veces que me da por fumar marihuana siento que todo va en el sentido de las manecillas del reloj. Alguien me dijo que es por la conexión con la tierra y el movimiento de rotación, pero además de no creerle una palabra porque andaba peor de pacheco que yo, la verdad es que no sé nada del Sistema solar y esas cosas. ¿A usted la gusta la marihuana? ... No me diga, se le ve en la cara, digo, con todo respeto. A ver si saliendo de aquí, claro, si este ron barato no nos mata, nos fumamos un porrito. Tengo un poco en mi auto, lo dejó un alumno.

Sí, no me vea con esos ojos, ya sé que no lo parezco, pero soy profesor. No de esos respetables maestritos que pasan lista y usan parches en los codos, yo soy maestro de piano. Lo mío es la música clásica, que bueno, eso de clásica está mal dicho, porque clásico implica sólo un periodo de tiempo muy específico. Otros le dicen música culta, pero ahí sí se me hace una reverenda mamada. Toda la música es cultura, una expresión del ser humano que va más allá de satisfacer sus necesidades básicas. Y sí, yo sé que usted me va a preguntar por ese pinche reggaetón que estamos escuchando, pero ¿sabe? aun con todas las mamarrachadas que dicen esas canciones, siento que es un expresión artística más legítima que muchas otras. Por ejemplo las instalaciones, a esa gente le dan varo para irse dos o tres años a estudiar, que a Francia, que a España... y cuando regresan les conceden un espacio bien chingón. Todo para que salgan con unos tabiques que encima tienen cuatro cascos de caguama ¡así! y se dicen artistas. Ni siquiera se molestan en crear un buen sustento teórico. Luego cada vez que hacen una pendejada el mundo entero dice: dale chance, es un excéntrico. ¡Excéntricos mis huevos! que aunque se sienten taladrados con ese ritmo de mierda prefieren ir a un perreo que a una galería de arte contemporáneo.

Perdón, perdón, ya me exalté. Le digo que esto está adulterado, y eso que apenas llevo cinco, ¿tres?... bueno, bueno, la otra ronda se la invito yo.

¿En qué estaba? Ah sí, pues algo hay que reconocerle a esa música, verá, en mis mejores años, cuando daba recitales en la sala Nezahualcóyotl o en la Blas Galindo, llegaba a sentirme poderoso si, con mis mejores interpretaciones de Mozart, Chopin o Satie, alcanzaba a ver de reojo cómo algunas personas balanceaban ligeramente su cabeza o cerraban los ojos y se dejaban llevar por los deleites sonoros. Ahora imagínese lo que han de sentir esos cabrones cuando ven cómo la gente prácticamente se pone a coger en la pista de baile... Pinche mundo injusto ¿no? Pero bueno, cada quien toma sus decisiones y es responsable de lo que le pasa. Yo desde morro siempre quise el piano, soñaba con tocar como Glenn Gould o Claudio Arrau... y ahora doy clases, ¿cómo ve?... Ya sabe lo que dicen: niño prodigio, joven promesa, viejo pendejo. ¡Ja! eso me lo dijo una vez un profesor, y sólo pensé: pinche anciano frustrado. Ahora no me atrevo a decírselo a ningún alumno porque no sé si es una sabia verdad o una maldición.

Y no se crea, ya de adolescente abrí un poco mi mente, me dieron ganas de tocar otras cosas, primero la guitarra, ¡cómo no! quería volverme rockero pero no supe ser tan rudo. Más tarde por quedar bien con una novia le quise hacer al trovador, pero ya se imaginará, convertí algo que de por sí me aburría muchísimo en lo más insípido que pueda imaginarse.

Yo anhelaba convertirme en uno de esos güeyes que van por la vida con su guitarrita y mata larga, ligando a las muchachas con esas canciones mojacorazones. Pero nomás nunca se me dio. Después sólo me amargué, entonces creí que el blues sería lo mío. Hasta me compré una armónica y un manualito para idiotas cuya primera advertencia era: No tocar la armónica con comida en la boca. Salió más difícil de lo que imaginé, no sólo no tenía los pulmones, sino que me hace falta ese algo. Luego según yo intenté ser filósofo, por aquello que dijo un célebre escritor que no me acuerdo cómo se llama: Cualquier haragán medianamente cínico puede dedicarse a la filosofía. Pero mi haraganería le ganó al cinismo. Además me da miedo pensar tan abstracto. Mejor ni le cuento de cuando traté de ser poeta, el más rápido fracaso de mi vida.

Con el tiempo las cosas cambian, no es que uno deje de soñar, pero ya sabe, las ex esposas, los hijos, la hipoteca, pasa uno el tiempo construyendo un futuro que nunca llega y no se puede disfrutar, termina uno soñando en el sentido inverso de las manecillas de reloj. Hablando de eso ¿vamos por ese toque?

miércoles, 12 de octubre de 2011

Fuego, no balas

¡Alto al fuego!

Grito de iracunda guerra lírica,

no laceres más mi piel con la suavidad de tus caricias,

no improperies más dulzuras a mi oído,

no dispares esa mirada ya cargada,

no aceleres mis latidos,

no liberes tu lenguaraz munición; detén tus armas.


¡Alto al juego!

No somos nada,

no soy esa amiga de intimidad entrañable,

no eres tú el hacedor de orgasmos

no soy la niña muñeca que hace el amor más allá de extenuado;

no eres tú mi soñado compañero,

ni yo tu deseo más profundo.


No aspiremos siquiera a un "somos",

existo de aquí hasta donde tú comienzas,

hasta donde tus manos no me alcanzan,

hasta donde soy sorda a tus entregas,

hasta donde escucho, autista, mis lamentos,

hasta esa línea de hierro imaginaria...

utopía en traba, eso somos...irremediables soñadores,

locos necios enamorados


¡Alto al fuego, corazón, que me incendio!

Disipa tu blasón en otro pecho,

construye un fuerte en otro lecho,

aquí se construye adarga;

alto al juego; detén tus armas...


¡Alto al fuego, no más recreo!

La guerra terminó; perdimos el juego.

lunes, 10 de octubre de 2011

Soy cándida criatura de efímero paso por su inocua existencia; no hay trascendencia ni reclamo, pues no ostentaba el acuerdo cláusula alguna de exclusiva pertenencia, censura corporal o relación manifiesta, así que no hay cabida a insensatas, celosas cavilaciones, o peroratas necias de arranques de efusiones no a lugar...si esto en mi corazón alcanza sitio, no derramaré lágrimas de ilegítima apariencia; no derrocharé dolor, si mantengo a plenitud bella conciencia...

jueves, 18 de agosto de 2011

Déjate llevar

De los males de Pandora sólo quedó la esperanza, ¿Qué dios funesto sacó a la cruel esperanza de su encierro para ahogarnos tristemente en anhelos imposibles?
¡Abandonad toda esperanza aquellos que se queden en este infierno!
Por eso te recuestas, hastiado de la vida, entre las claras aguas. Sientes el leve golpeteo en tu sienes, una corriente misteriosa que te impulsa a seguirla, a nadar dentro de ella, aunque tu cuerpo se quede ahí, inmóvil en el mármol. No esperes, ya no esperes nada. Siente las alas del agua liberar tus cadenas, dejar este mundo buitre que nos devora las entrañas, consumirse como un fuego en la oscuridad, fundirse, dejar de ser.
Te hundes un poco más en la bañera y te desatas (de esta vida, de tus recuerdos, de tus pasiones, del deseo imberbe de cambiar el mundo, de tus escritos que nunca fueron más que palabras huecas, de tus amores que siempre te dejaron solo, de ti mismo). Una corriente carmesí liberada.
Déjate ir, que toda esperanza se vaya contigo.

martes, 2 de agosto de 2011

Amor Sintético



Tu niña muñeca se mantiene inerme ante tus deseos,
complace caprichos, atiende miradas;
tu niña muñeca juega contigo en principio, hasta que los papeles cambian...
entonces ella reposa en tus brazos, ella,
tu niña muñeca de eterna sonrisa,
de joviales sollozos solitarios,

de puerilerías invasoras
que recorren ayeres anhelos.
Tu niña muñeca yace ahora a tu lado,
le has besado el cuello,
has pasado tus manos por su cuerpo
como la lija acaricia la madera;

jugaste a despintar su rostro,
a denudar su vientre,
a sentir que ambos le daban vida.
Ahora ahí, juntos los cuerpos, el juego concluye;
tu niña muñeca se mantien quieta,
esperando el otro tacto, el profundo,
aquél que sobrepasa superficies,
pero para ti el juego de hoy ha terminado,

te marchas ahora victorioso, satisfecho;
le dedicas una última mirada...no te dice nada,
no toca tu aire, no roza tu alma,
tu niña muñeca yace envuelta en porcelana,
y sin embargo, algo en su pecho late con vida...

jueves, 21 de julio de 2011

Mi último cumpleaños

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Yo la amaba con todo mi ser. Tomábamos algunas de las mismas clases en la universidad y, desde que la vi el primer día, no podía dejar de contemplarla: era sumamente hermosa, de una belleza muy natural. Aunque siempre sonreía, me gustaba más seria, callada o pensativa; quizá ello se debe a que su desenvoltura me intimidaba mucho. Las amigas que rápidamente hizo eran igual de extrovertidas, así que no me dejaron gran oportunidad de acercarme, pero aún así ella me saludaba y hasta conversábamos casualmente. Joaquín, un amigo mutuo --que yo conocía de antes-- propiciaba que nos sentáramos cerca, en grupo, y ella a veces se interesaba en el libro que yo leía por entonces o en lo que escuchaba con audífonos. Sin embargo, mis patológicos retardos hacían que esto fuera poco frecuente porque me veía en la necesidad de tomar uno de los escasos asientos que hubiera desocupados ya varios minutos después de iniciada la clase; lo cual no impedía, debo decirlo, que la mirara, tan serena y atenta las más de las veces, o distraída y risueña —que no me gustaba tanto, pero igual la veía.


Hasta hace no mucho, visitábamos con regularidad un cafecito cerca de su casa, tarde porque los horarios se tornaron más difíciles con el paso del tiempo, las clases compartidas menos y ya no teníamos amigos comunes. Yo seguía disfrutando enormemente de su presencia, aún cuando sólo la viera comer o leer algo distraídamente; comprendía que ella tenía deberes y me conformaba, gustosamente, con seguirla contemplando detalladamente, para memorizar las formas de su rostro, y con que me dedicara miradas, sonrisitas, unas pocas palabras.

Yo sabía, no obstante, que ella no me pertenecía, que había compartido su vida con varios hombres y que seguramente los había amado a todos en distintos momentos, mientras yo sólo la miraba a ella, sólo a ella deseaba, sólo ella ocupaba hasta el mínimo de mis pensamientos. Eso me afligía profundamente, no hace falta decirlo. Pero aguantaba, resistía, me mantenía en pie, con la confianza infundada de que algún día ella cayera en la cuenta de cuánto la amaba, de que siempre iba a estar a su lado; con la esperanza de que me viera por fin, con certeza.

Hace un par de semanas la esperé en aquel café durante horas, varios días consecutivos. Nunca llegó. Me preocupé, primero, porque pensé que podría haberle sucedido algo malo, pero pronto perdí la cabeza al pensar que no me vería más, que había decidido dejar de acudir. Se me ocurrieron varias posibles causas, cada una peor que la otra. Sólo pensaba en eso y la enorme angustia no me permitía hacerlo claramente. Recorrí los alrededores de su casa y las clases de su interés, pero no acerté a emprender una búsqueda mejor. Ni siquiera pregunté por ella. Ahora yo lo sabía: ella no me vería más, yo no le importaba. Me deprimí como nunca antes: no lograba levantarme de la cama ni comía ni pensaba en otra cosa que no fuera ella. ¿Qué había hecho mal?, ¿qué me faltaba?, ¿qué quería ella? Yo no le pedía sino su presencia, sus gestos, sus movimientos, su voz.

Ayer fue mi cumpleaños. Me alisté con la esperanza vaga y agotadora de verla. Salí. Mientras caminaba, armaba mentalmente un discurso tentativo. ¿Debía abrazarla y decirle cuánto la había echado de menos?, ¿o debía recriminar su falta de tacto, su súbita ausencia? ¡No! Podría arrepentirse y partir. A todo esto, la posibilidad del encuentro era remota aunque mi anhelo de que aquello sucediera la acercaba tanto que casi podía aseverar que pasaría. Yo la seguía amando a pesar de que la incertidumbre me hiciera querer romperle la cabeza, en sentido figurado, claro: yo la amaba. Pero me había hecho sufrir tanto que hubiera deseado que ella sufriera también. Que sufriera mi ausencia, que me valorara. De cualquier modo, cuando la viera, iba a abrazarla y a pedirle que nunca más se separara de mí. Mi disposición para pagar el precio que fuera era absoluta.

Llegué al café. Me paré en la entrada y di un vistazo rápido a todo el lugar. Eso me garantizaba la oportunidad de huir sin que nadie me viera antes de permanecer otra vez sin compañía en la misma mesa. No tuve que hacerlo. Mi mirada se detuvo, ¡ahí estaba ella! Se había arrepentido, me había extrañado, había recordado mi cumpleaños y, en un gesto pacifista y reconciliador, se había presentado. Sabía que yo iría a buscarla, que sólo quería estar con ella. Apresuré mi paso, entonces, ya con una sonrisa satisfecha en la cara, y por fin me senté frente a ella, que leía y tenía los audífonos puestos. Cuando notó que había llegado, me sonrió seria, pensativamente, aún un tanto inmersa en su lectura o en su música o en ambas y todo mi ser floreció de nuevo. Me miraba atentamente, en silencio. Ninguno de los dos atinaba a decir algo.

—Hola, qué bueno verte—dijo con una sonrisa tensa, quizá nerviosa.

—…

—Hace tiempo que no te veía…

—Sí…—respondí con aturdimiento: ¡estaba teniendo una conversación con ella!

—Y, ¿cómo está Joaquín?, ¿cómo has estado tú, qué has hecho?

No recuerdo qué dije o siquiera si dije algo. Salí con la mente nublada, a paso lento.

Pronto olvidaré lo demás, una mala broma o lo que haya sido. Ese será mi regalo de cumpleaños: un poco de olvido. Y seguiré yendo al café, a esperarla cuando ella pueda ir y a verla, de lejos, leer o hablar. No necesito otra cosa. No debo intentar otra cosa. Eso sí debo recordarlo.

martes, 19 de julio de 2011

Segundo día de tormenta

la noche anterior había soñado con nosotros. ya no te perseguía sin poder mirarte el rostro para escupirte un reproche anudado en la garganta. esta vez corría a tu encuentro, descalza y extrañamente feliz. alguien nos había regalado el tiempo y despierta no lo dejé de sujetar.

había llegado ya el tan esperado segundo día de tormenta. gotas ligeras y constantes formaban una de esas lluvias que son perceptibles sólo por su acumulación y por el eco de los círculos que se forman en el lodo.

nosotros adentro, guardados clandestinamente bajo llave, empapados, sin sentir el frío, sentados sobre una podrida alfombra, alumbrados con el naranja intermitente de los faroles de la calle, festejando treinta y dos años de heridas mortales.

el humo de varios colores danzaba para mezclarse con la música y empujar la ventana, intentando filtrarse al mundo real. sonrisas involuntarias provocadas artificialmente por ese hormigueo característico en los pómulos. tus manos eternamente cálidas sintiendo mis manos repentinamente suaves. cantábamos a Ella, pretendiendo ignorar lo que nos hacía estar juntos. te mostrabas agradecido por estar conmigo y decepcionado por sentirte solo.

guardaste la botella y te incorporaste decidido a explorar el lugar: un verdadero laberinto vacío, cilíndrico y de paredes blancas. en él crecían desde la nada angostas escaleras de caracol que desaparecían cuando uno terminaba de ascender, las puertas siempre ocultas por una pared circular que obligaba a llegar al centro antes de penetrar cualquier habitación. cada piso lucía igual al inferior pero ofrecía más puertas, espejos y escaleras. en el interior de un armario al que llegamos dos veces desde partes opuestas de la casa, se escondían unas goteras que sobre cacharros con ritmos aterradores se burlaban de nosotros.

en la habitación más grande los ventanales mostraban una diminuta selva rodeada por una ciudad de grandes edificios. contemplamos el paisaje un rato y al salir notamos que al lado había otra puerta diferente a las demás, me negué a abrirla. por otro camino bajamos a un cuarto pequeño y nos instalamos en un rincón. Triste, molesto o nostálgico tocaste mi cara y mirando a donde debían estar mis ojos me dijiste:

-te debo una de mis vidas.

yo respiré profundo y me recosté en tu hombro sin hablarte de mi miedo a la oscuridad.

La muñeca

La mudanza no fue un acontecimiento de relevancia para mis padres, su rutina no se vio afectada en lo más mínimo, ellos seguían lejos de la casa y lejos de mí.

Para mis hermanas el nuevo hogar fue lo mejor que les pudo pasar. La casa era tan grande y elegante que según ellas habían ascendido varios peldaños en la sociedad. Ahora eran populares y podían tener al chico que deseaban gracias a las impresionantes fiestas que organizaban en ausencia de mis padres, las cuáles eran bastantes.

En cambio yo, desde la primera vez que entré en esa casa sentí algo que me erizaba la piel. Y conforme los días fueron pasando ese algo se hacía cada vez más tangible, hasta sentirse como una suave tela fría que cubría mi cuerpo.

No podía estar tranquila, todo el tiempo sentía la necesidad de mirar detrás de mí y encontrar ese algo que me observaba y me seguía con sigilo, pero jamás veía nada, sólo sentía su frío aliento rozándome el cuello.

El frío que me rodeaba en casa cada día era mayor, a tal grado que me veía en la necesidad de usar chamarra, guantes y botas aún en verano. Mis hermanas creyeron que estaba en una etapa de verme ridícula, mis padres jamás se dieron cuenta. Y yo no entendía por qué era la única que percibía ese algo.

Un día después de la escuela entré a la casa, y noté que se respiraba un aire tibio y confortable. Me exalté de inmediato, después de tantos meses de frío y miedo, el nuevo ambiente me parecía aún más aterrador. Tiré mi mochila y corrí a mi habitación. Abrí la puerta y ahí estaba ese algo, por fin nos veíamos cara a cara. Era como una pequeña masa gelatinosa de color naranja o café, no sabría describir exactamente su color. Me acerqué un poco a eso para mirarlo mejor. Era totalmente transparente excepto por la base que tocaba el suelo.

De pronto comenzó a arrastrarse como un caracol, y aunque era igual de lento, yo salí corriendo buscando ayuda.

En un momento escuché a mis hermanas en uno de los baños, así que me dirigí hacia allá. Estaban mis hermanas arrodilladas junto a la tina de baño. Todo estaba en penumbras, sólo unas pocas velas alumbraban tenuemente el lugar.

En cuanto entré ellas giraron sus rostros hacia mí. Por unos segundos me quedé petrificada en la puerta, sus rostros estaban un poco deformes y el demonio se reflejaba en sus ojos. Ellas sonrieron con malicia y cada una se paró en un extremo de la tina, la cual estaba llena de sangre. Después comenzaron a jalar de unas cuerdas, como si estuvieran recorriendo las cortinas de un teatro, pero en vez de cortinas, emergió de la sangre una muñeca idéntica a mí. Sus brazos estaban atados a las cuerdas, parecía crucificada, y en cuanto noté que llevaba puesta exactamente la ropa que yo traía, supe que mis hermanas querían que yo ocupara su lugar.

Me di la vuelta para huir de ahí, pero en cuanto me giré ese algo gelatinoso se pegó en mi cara cubriéndomela por completo. Traté de quitármelo con desesperación hasta que la asfixia me hizo perder el conocimiento.

Cuando abrí los ojos estaba en mi habitación, sentada enfrente de mi cama. Todo parecía tranquilo, como si hubiera despertado de una terrible pesadilla. Pero cuando traté de levantarme, mi cuerpo no respondió ¡La pesadilla no había terminado! Quise mirar mis brazos y piernas, pero tampoco pude, sólo podía mirar fijamente hacia el frente, no podía hacer nada más, ni siquiera gritar o llorar.
De pronto la puerta se comenzó abrir lentamente, el terror me invadió al pensar que algo horrible entraría a lastimarme y que yo no podría hacer nada para defenderme. Pero mi sorpresa fue inmensa al ver que era yo quien entraba y se quedaba de pie en la puerta mirándome. ¿Qué era lo que sucedía? ¿Qué hacia mi cuerpo enfrente de mí?

Después de unos segundos se acercó y se arrodilló enfrente de mí sonriendo. Definitivamente era yo, pero había algo desconocido en sus ojos, casi como lo que se había reflejado en los ojos de mis hermanas.

Me tomó del brazo y mi cuerpo colgó de mi extremidad. Después me sentó en el suelo y enderezó mi cabeza. Estábamos enfrente de un espejo en donde estaba mi reflejo y el de una muñeca de trapo. Mi reflejo comenzó a bailar y brincar, pero mi cuerpo estaba inmóvil.


Néfele Luna

La gran noche

El recorrido fue muchísimo más largo de lo que las jóvenes habías esperado, pero finalmente vieron luces en los lados del camino. Eran antorchas que alumbraban el camino hasta un claro iluminado por lámparas de vela cubiertas con esferas de vidrio blanco.

Las chicas estaban asombradas, pero el mal presentimiento de Tania creció al ver que todos los asistentes estaban vestidos con túnicas blancas y cubrían sus cabezas con largos velos blancos. Todos se veían igual, lo único que los diferenciaba era la estatura y la complexión delgada u obesa, pero no se podía distinguir quiénes eran los hombres y quiénes las mujeres. Sólo se distinguía aquella mujer con túnica blanca y dorada parada en medio del atrio, la cual Tania no había visto nunca.

Cuando el carruaje se detuvo las chicas bajaron en silencio y aquella mujer les hizo una seña para que se acercaran. Cuando lo hicieron formaron una línea enfrente de la mujer dando la espalda a los asistentes. No sabían qué decir o hacer, pero hasta ese momento todo parecía andar bien.

Aquella mujer tenía el pelo castaño peinado en un grueso chongo, era delgada y alta. Su edad no podía definirse, sólo se podía tener la certeza de que no era una niña y tampoco una anciana. Fuera de estas dos etapas cualquier edad se le podía atribuir sin ningún problema. Su túnica era blanca como la de todos los demás, pero ésta tenía hermosos bordados dorados hechos por una mano experta, tal vez la de ella misma. Los símbolos bordados eran familiares para Tania, pero desconocía sus significados.
Sin moverse de su lugar la mujer miró a cada una de las chicas detenidamente. Desde la coronilla de la cabeza hasta la punta de los pies. Las miró por completo, sin perderse ni un solo detalle, tan lentamente que parecía mirar también sus órganos, sus células, el pulso en sus venas, el movimiento de sus pulmones, de sus corazones y de sus almas.

Después de algunos largos y silenciosos minutos la mujer puso su mano en el hombro de Estela. Un breve grito ahogado se alcanzó a escuchar, pero inmediatamente el silencio reino de nuevo. La mano de la mujer se movió hacia la espalda de Estela, y la guió con amabilidad a un altar que estaba a unos pasos enfrente de las chicas. El altar de mármol blanco era un poco alto, casi como una mesa, y era tan ancho que podían recostarse dos personas sin ni siquiera tocarse.

Sin decir una sola palabra la mujer invitó a Estela a recostarse en medio del altar. Mientras lo hacía cuatro hombres aparecieron de la nada. Eran muy altos y musculosos. Llevaban túnicas blancas ajustadas en la cintura con enormes cinturones café, las mangas parecían haber sido arrancadas por ellos mismos y sus cabezas estaban cubiertas por pequeñas capuchas blancas.

Dos de esos hombres se pusieron en los extremos de la línea que formaron las jovencitas, y las obligaron a recorrerse para ocupar el vacío que había en medio. Los otros dos hombres se pusieron en los costados del altar, uno a la cabeza y el otro a los pies de Estela.

El corazón de Tania empezó a latir con fuerza y sus manos comenzaron a sudar. Respiró largo y profundo varias veces para tranquilizar su ansiedad, pero los nervios y el miedo la invadían cada vez más. Cuando creyó que se iba a desmayar sus ojos se abrieron grandes y su cuerpo se quedó petrificado al ver que la mujer sacó una daga de su pecho. Dos o tres chicas ahogaron gritos por la sorpresa. Instintivamente Estela quiso incorporarse, pero los hombres que estaban junto a ella la detuvieron sujetándola de las manos y los pies.

La mujer alzó la daga al cielo y dijo varias palabras que Tania no logró comprender. Estela desgarraba su garganta en gritos y se retorcía para zafarse de sus fuertes yugos, pero todo parecía ser inútil y nadie la ayudaba. De pronto, sin ninguna duda ni temor la mujer clavó la daga en el pecho de Estela, varias chicas gritaron rompiendo a llorar, pero Estela calló y miró a los asistentes preguntándose por qué la habían abandonado. La mujer con pulso preciso hizo un corte hacia abajo, y algunas lágrimas silenciosas rodaron por las mejillas de Estela mientras su mirada se perdía en el vació.

Todas las chicas lloraban y gritaban, excepto Tania, ella estaba paralizada viendo como la sangre manaba a chorros, manchando el vestido de la virgen y el altar de fría piedra.

Los hombres soltaron a la chica. Parecía una muñeca rota. Su cabello rubio estaba despeinado y húmedo por el sudor, sus ojos claros y vacíos parecían de vidrio, y su piel lisa y rosada semejaba a la porcelana, pero un demonio la había resquebrajado y ahora sacaba el tibio corazón para beber la pureza de un ser inocente.

Néfele Luna

Elementi cosmici

Era una tarde de otoño hermosa. El Sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas. Los pájaros surcaban el cielo cortando las nubes. Las ardillas terminaban con la jornada del día. Y el viento soplaba suave y fresco anunciando la lluvia vespertina.

Néfele Luna abrió sus ojos y contempló por un momento la despedida del señor Sol. Después se sentó y estiró brazos y piernas para sacudirse la pereza. Tuvo un excelente día, y si hubiera sido por ella, seguiría dormida hasta muy altas horas de la noche, pero no debía. En estas últimas semanas de otoño ella tenía la mayor carga de trabajo. Afortunadamente esto ocurría una vez al año.

La joven ninfa se acercó a la orilla de la nube y miró hacia el bosque. Entre los animales y las plantas pudo distinguir a sus hermanas. Aunque sus disfraces eran muy buenos, su conducta las delataba: No cabía duda que la lechuza y la liebre que conversaban cerca de un pino eran dos de ellas. La serpiente que saltó del susto cuando pasó el señor Ratón debía ser Nape, ella siempre se sobresaltaba cuando alguien aparecía y desaparecía con rapidez. Potádes debía de estar en el río, debido a que de vez en cuando se veían pequeños chapuzones sin que ningún ser los provocara. Y el árbol que danzaba de un lado a otro sin importar la dirección del viento, indudablemente era Ptelea.

Néfele sonrió y se incorporó. Brincó de nube en nube hacia el oriente con gran agilidad, sin importar la distancia que había entre cada una de las nubes. Sus movimientos eran suaves y perfectos. No parecía alguien que luchara contra el viento, contra el tiempo o el espacio para llegar a su destino, sino que de cierta forma su materia se integraba con armonía al mundo, como una pintura donde la belleza radica en el complemento cadencioso del todo.

Se detuvo en una gran nube. Alzó los brazos, tomó al viento de las manos y comenzó a danzar con contorsiones lentas y continuas de matices celestiales. Su cabello largo y rizado parecía un vaho que acariciaba su cuerpo. Su piel trigueña exhalaba el calor del día y el misterio de la noche. Los movimientos de sus caderas imitaban el ocaso del rocío y la sublimación del llanto. De sus labios emanaba el agradecimiento y en sus ojos irradiaba felicidad.

Bajo los dóciles movimientos de sus pies las nubes se fueron acumulando poco a poco al ritmo de la danza. Cuando se hubo formado una gran nube de rojizo algodón, la danza se fue tiñendo de afrodisiaca seducción. Los dulces meneos celestiales evolucionaron a pasionales contoneos. Su abundante cabellera parecía una vorágine de incitación lujuriosa. De sus poros germinaba la fogosidad del deseo y el éxtasis del amor. En sus caderas nacía y perecía el grito de la catarsis. De su boca se vertía el brío de la existencia y en sus ojos se revelaba la magia cósmica.

En poco tiempo las nubes se ennegrecieron, y entre truenos y rayos una gran borrasca cayó en el bosque al tiempo que Néfele cayó de rodillas.

Permaneció a gatas por unos minutos. Su corazón palpitaba con fuerza. Su pecho se movía con bastante agitación, y gruesas gotas de sudor resbalaban por su rostro.

Néfele Luna

jueves, 14 de julio de 2011

Utopía y Desencanto

“El bien, quisimos el bien: enderezar al mundo.
No nos faltó entereza: nos faltó humildad.”
Octavio Paz

Nos borraron de la Historia.

Y corríamos por una libreta a cuadros con grafito en los pies rayando a gritos.
Pero no escribíamos nada,
Sólo rayones abstractos como la igualdad o la belleza.

Y eso no era malo,
pero las palabras no alcanzaban,
por más que corrían no llegaban,
como en un sueño o una pesadilla.

Por más que alargábamos los brazos,
por más que lanzábamos conceptos atados por nudos los unos a los otros,
por más que nuestras salivas se juntaban para crear un río que uniera;
pero olvidábamos el puente,
o el puente se rompía en trocitos, como alfileres, como palillos.

Entonces nos quedamos allí tirados,
tratando de olvidar que habíamos sido borrados,
y con ese olvido también borrarnos a nosotros mismos.

Carla de Pedro

Arena

“… en su arena leer que nada espere,
que no espere misterio, que no espere.”
Gilberto Owen

Pero él estaba allá, lejos, mordiéndose cada una de las uñas, estrellando el puño contra los espejos, azotando la cabeza contra las paredes para salir después al escenario, sonriendo, siendo el hombre más fuerte y poderoso, actuando su acto cotidiano de política y guerra.
Testarudo. Lo había odiado cada minuto desde su llegada a palacio. Su mirada intensa fragmentada de verdes acechándola.
Y ¿Cómo no odiarlo? En aquella aldea donde ella había nacido las mujeres eran libres y corrían, los niños bebían el agua directamente del río, los hombres amaban a sus hijos, como su padre que le había enseñado a mirar el cielo y a entenderlo.
Ahora, en aquél desierto, el cielo no decía nada; la eternidad era visible a lo largo de la extendida arena sin límites: libertad.
Pero él estaba allá, maldiciéndola, llorando como un gatito indefenso: león domado, destronado, añorándola como a una estrella brillante, lejana.
Y podía sonreír, y podía reírse de él a carcajadas, de su mirada caleidoscopio, de sus manos poseedoras de infinito, de sus labios absorbentes de almas; de la manera en que ella, la inocente, la esclava, le había arrancado poco a poco las palabras y los actos, lo había encerrado para ella sola dejando afuera el reino en ruinas, el reino en ruinas como palideciendo bajo una tormenta de arena, el mundo desecho y ella mandando, ella reina de sus ladrillos y sus laberintos y sus jardines y sus cabellos y su débil corazón y su alma.
Y ahora, el sultán solitario se dormía pensando en ella, allí en su cama angosta con perillas de metal, limitado, prisionero de su soledad mientras ella andaba sin barreras marcando sus huellas en la inacabable arena rojiza.
Y a pesar del calor, a pesar de que la vida se le iría agotando en el camino sin regreso ella sabía que él, él también moriría de soledad, moriría de vencido; y ella sabía que su propia muerte, la muerte de una esclava indefensa, acabaría barriendo finalmente la poca realidad que le quedaba a aquél reino y lo absorbería el tiempo como al vino y dejaría su espacio vacío, sólo con algunas letras sueltas, como un mito, como un cuento.

- Pobre mujer – dijo el sultán cuando le informaron de su muerte – sola en medio del desierto sin protección ni de Dios ni mía.

Carla de Pedro