jueves, 21 de julio de 2011

Mi último cumpleaños

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Yo la amaba con todo mi ser. Tomábamos algunas de las mismas clases en la universidad y, desde que la vi el primer día, no podía dejar de contemplarla: era sumamente hermosa, de una belleza muy natural. Aunque siempre sonreía, me gustaba más seria, callada o pensativa; quizá ello se debe a que su desenvoltura me intimidaba mucho. Las amigas que rápidamente hizo eran igual de extrovertidas, así que no me dejaron gran oportunidad de acercarme, pero aún así ella me saludaba y hasta conversábamos casualmente. Joaquín, un amigo mutuo --que yo conocía de antes-- propiciaba que nos sentáramos cerca, en grupo, y ella a veces se interesaba en el libro que yo leía por entonces o en lo que escuchaba con audífonos. Sin embargo, mis patológicos retardos hacían que esto fuera poco frecuente porque me veía en la necesidad de tomar uno de los escasos asientos que hubiera desocupados ya varios minutos después de iniciada la clase; lo cual no impedía, debo decirlo, que la mirara, tan serena y atenta las más de las veces, o distraída y risueña —que no me gustaba tanto, pero igual la veía.


Hasta hace no mucho, visitábamos con regularidad un cafecito cerca de su casa, tarde porque los horarios se tornaron más difíciles con el paso del tiempo, las clases compartidas menos y ya no teníamos amigos comunes. Yo seguía disfrutando enormemente de su presencia, aún cuando sólo la viera comer o leer algo distraídamente; comprendía que ella tenía deberes y me conformaba, gustosamente, con seguirla contemplando detalladamente, para memorizar las formas de su rostro, y con que me dedicara miradas, sonrisitas, unas pocas palabras.

Yo sabía, no obstante, que ella no me pertenecía, que había compartido su vida con varios hombres y que seguramente los había amado a todos en distintos momentos, mientras yo sólo la miraba a ella, sólo a ella deseaba, sólo ella ocupaba hasta el mínimo de mis pensamientos. Eso me afligía profundamente, no hace falta decirlo. Pero aguantaba, resistía, me mantenía en pie, con la confianza infundada de que algún día ella cayera en la cuenta de cuánto la amaba, de que siempre iba a estar a su lado; con la esperanza de que me viera por fin, con certeza.

Hace un par de semanas la esperé en aquel café durante horas, varios días consecutivos. Nunca llegó. Me preocupé, primero, porque pensé que podría haberle sucedido algo malo, pero pronto perdí la cabeza al pensar que no me vería más, que había decidido dejar de acudir. Se me ocurrieron varias posibles causas, cada una peor que la otra. Sólo pensaba en eso y la enorme angustia no me permitía hacerlo claramente. Recorrí los alrededores de su casa y las clases de su interés, pero no acerté a emprender una búsqueda mejor. Ni siquiera pregunté por ella. Ahora yo lo sabía: ella no me vería más, yo no le importaba. Me deprimí como nunca antes: no lograba levantarme de la cama ni comía ni pensaba en otra cosa que no fuera ella. ¿Qué había hecho mal?, ¿qué me faltaba?, ¿qué quería ella? Yo no le pedía sino su presencia, sus gestos, sus movimientos, su voz.

Ayer fue mi cumpleaños. Me alisté con la esperanza vaga y agotadora de verla. Salí. Mientras caminaba, armaba mentalmente un discurso tentativo. ¿Debía abrazarla y decirle cuánto la había echado de menos?, ¿o debía recriminar su falta de tacto, su súbita ausencia? ¡No! Podría arrepentirse y partir. A todo esto, la posibilidad del encuentro era remota aunque mi anhelo de que aquello sucediera la acercaba tanto que casi podía aseverar que pasaría. Yo la seguía amando a pesar de que la incertidumbre me hiciera querer romperle la cabeza, en sentido figurado, claro: yo la amaba. Pero me había hecho sufrir tanto que hubiera deseado que ella sufriera también. Que sufriera mi ausencia, que me valorara. De cualquier modo, cuando la viera, iba a abrazarla y a pedirle que nunca más se separara de mí. Mi disposición para pagar el precio que fuera era absoluta.

Llegué al café. Me paré en la entrada y di un vistazo rápido a todo el lugar. Eso me garantizaba la oportunidad de huir sin que nadie me viera antes de permanecer otra vez sin compañía en la misma mesa. No tuve que hacerlo. Mi mirada se detuvo, ¡ahí estaba ella! Se había arrepentido, me había extrañado, había recordado mi cumpleaños y, en un gesto pacifista y reconciliador, se había presentado. Sabía que yo iría a buscarla, que sólo quería estar con ella. Apresuré mi paso, entonces, ya con una sonrisa satisfecha en la cara, y por fin me senté frente a ella, que leía y tenía los audífonos puestos. Cuando notó que había llegado, me sonrió seria, pensativamente, aún un tanto inmersa en su lectura o en su música o en ambas y todo mi ser floreció de nuevo. Me miraba atentamente, en silencio. Ninguno de los dos atinaba a decir algo.

—Hola, qué bueno verte—dijo con una sonrisa tensa, quizá nerviosa.

—…

—Hace tiempo que no te veía…

—Sí…—respondí con aturdimiento: ¡estaba teniendo una conversación con ella!

—Y, ¿cómo está Joaquín?, ¿cómo has estado tú, qué has hecho?

No recuerdo qué dije o siquiera si dije algo. Salí con la mente nublada, a paso lento.

Pronto olvidaré lo demás, una mala broma o lo que haya sido. Ese será mi regalo de cumpleaños: un poco de olvido. Y seguiré yendo al café, a esperarla cuando ella pueda ir y a verla, de lejos, leer o hablar. No necesito otra cosa. No debo intentar otra cosa. Eso sí debo recordarlo.

martes, 19 de julio de 2011

Segundo día de tormenta

la noche anterior había soñado con nosotros. ya no te perseguía sin poder mirarte el rostro para escupirte un reproche anudado en la garganta. esta vez corría a tu encuentro, descalza y extrañamente feliz. alguien nos había regalado el tiempo y despierta no lo dejé de sujetar.

había llegado ya el tan esperado segundo día de tormenta. gotas ligeras y constantes formaban una de esas lluvias que son perceptibles sólo por su acumulación y por el eco de los círculos que se forman en el lodo.

nosotros adentro, guardados clandestinamente bajo llave, empapados, sin sentir el frío, sentados sobre una podrida alfombra, alumbrados con el naranja intermitente de los faroles de la calle, festejando treinta y dos años de heridas mortales.

el humo de varios colores danzaba para mezclarse con la música y empujar la ventana, intentando filtrarse al mundo real. sonrisas involuntarias provocadas artificialmente por ese hormigueo característico en los pómulos. tus manos eternamente cálidas sintiendo mis manos repentinamente suaves. cantábamos a Ella, pretendiendo ignorar lo que nos hacía estar juntos. te mostrabas agradecido por estar conmigo y decepcionado por sentirte solo.

guardaste la botella y te incorporaste decidido a explorar el lugar: un verdadero laberinto vacío, cilíndrico y de paredes blancas. en él crecían desde la nada angostas escaleras de caracol que desaparecían cuando uno terminaba de ascender, las puertas siempre ocultas por una pared circular que obligaba a llegar al centro antes de penetrar cualquier habitación. cada piso lucía igual al inferior pero ofrecía más puertas, espejos y escaleras. en el interior de un armario al que llegamos dos veces desde partes opuestas de la casa, se escondían unas goteras que sobre cacharros con ritmos aterradores se burlaban de nosotros.

en la habitación más grande los ventanales mostraban una diminuta selva rodeada por una ciudad de grandes edificios. contemplamos el paisaje un rato y al salir notamos que al lado había otra puerta diferente a las demás, me negué a abrirla. por otro camino bajamos a un cuarto pequeño y nos instalamos en un rincón. Triste, molesto o nostálgico tocaste mi cara y mirando a donde debían estar mis ojos me dijiste:

-te debo una de mis vidas.

yo respiré profundo y me recosté en tu hombro sin hablarte de mi miedo a la oscuridad.

La muñeca

La mudanza no fue un acontecimiento de relevancia para mis padres, su rutina no se vio afectada en lo más mínimo, ellos seguían lejos de la casa y lejos de mí.

Para mis hermanas el nuevo hogar fue lo mejor que les pudo pasar. La casa era tan grande y elegante que según ellas habían ascendido varios peldaños en la sociedad. Ahora eran populares y podían tener al chico que deseaban gracias a las impresionantes fiestas que organizaban en ausencia de mis padres, las cuáles eran bastantes.

En cambio yo, desde la primera vez que entré en esa casa sentí algo que me erizaba la piel. Y conforme los días fueron pasando ese algo se hacía cada vez más tangible, hasta sentirse como una suave tela fría que cubría mi cuerpo.

No podía estar tranquila, todo el tiempo sentía la necesidad de mirar detrás de mí y encontrar ese algo que me observaba y me seguía con sigilo, pero jamás veía nada, sólo sentía su frío aliento rozándome el cuello.

El frío que me rodeaba en casa cada día era mayor, a tal grado que me veía en la necesidad de usar chamarra, guantes y botas aún en verano. Mis hermanas creyeron que estaba en una etapa de verme ridícula, mis padres jamás se dieron cuenta. Y yo no entendía por qué era la única que percibía ese algo.

Un día después de la escuela entré a la casa, y noté que se respiraba un aire tibio y confortable. Me exalté de inmediato, después de tantos meses de frío y miedo, el nuevo ambiente me parecía aún más aterrador. Tiré mi mochila y corrí a mi habitación. Abrí la puerta y ahí estaba ese algo, por fin nos veíamos cara a cara. Era como una pequeña masa gelatinosa de color naranja o café, no sabría describir exactamente su color. Me acerqué un poco a eso para mirarlo mejor. Era totalmente transparente excepto por la base que tocaba el suelo.

De pronto comenzó a arrastrarse como un caracol, y aunque era igual de lento, yo salí corriendo buscando ayuda.

En un momento escuché a mis hermanas en uno de los baños, así que me dirigí hacia allá. Estaban mis hermanas arrodilladas junto a la tina de baño. Todo estaba en penumbras, sólo unas pocas velas alumbraban tenuemente el lugar.

En cuanto entré ellas giraron sus rostros hacia mí. Por unos segundos me quedé petrificada en la puerta, sus rostros estaban un poco deformes y el demonio se reflejaba en sus ojos. Ellas sonrieron con malicia y cada una se paró en un extremo de la tina, la cual estaba llena de sangre. Después comenzaron a jalar de unas cuerdas, como si estuvieran recorriendo las cortinas de un teatro, pero en vez de cortinas, emergió de la sangre una muñeca idéntica a mí. Sus brazos estaban atados a las cuerdas, parecía crucificada, y en cuanto noté que llevaba puesta exactamente la ropa que yo traía, supe que mis hermanas querían que yo ocupara su lugar.

Me di la vuelta para huir de ahí, pero en cuanto me giré ese algo gelatinoso se pegó en mi cara cubriéndomela por completo. Traté de quitármelo con desesperación hasta que la asfixia me hizo perder el conocimiento.

Cuando abrí los ojos estaba en mi habitación, sentada enfrente de mi cama. Todo parecía tranquilo, como si hubiera despertado de una terrible pesadilla. Pero cuando traté de levantarme, mi cuerpo no respondió ¡La pesadilla no había terminado! Quise mirar mis brazos y piernas, pero tampoco pude, sólo podía mirar fijamente hacia el frente, no podía hacer nada más, ni siquiera gritar o llorar.
De pronto la puerta se comenzó abrir lentamente, el terror me invadió al pensar que algo horrible entraría a lastimarme y que yo no podría hacer nada para defenderme. Pero mi sorpresa fue inmensa al ver que era yo quien entraba y se quedaba de pie en la puerta mirándome. ¿Qué era lo que sucedía? ¿Qué hacia mi cuerpo enfrente de mí?

Después de unos segundos se acercó y se arrodilló enfrente de mí sonriendo. Definitivamente era yo, pero había algo desconocido en sus ojos, casi como lo que se había reflejado en los ojos de mis hermanas.

Me tomó del brazo y mi cuerpo colgó de mi extremidad. Después me sentó en el suelo y enderezó mi cabeza. Estábamos enfrente de un espejo en donde estaba mi reflejo y el de una muñeca de trapo. Mi reflejo comenzó a bailar y brincar, pero mi cuerpo estaba inmóvil.


Néfele Luna

La gran noche

El recorrido fue muchísimo más largo de lo que las jóvenes habías esperado, pero finalmente vieron luces en los lados del camino. Eran antorchas que alumbraban el camino hasta un claro iluminado por lámparas de vela cubiertas con esferas de vidrio blanco.

Las chicas estaban asombradas, pero el mal presentimiento de Tania creció al ver que todos los asistentes estaban vestidos con túnicas blancas y cubrían sus cabezas con largos velos blancos. Todos se veían igual, lo único que los diferenciaba era la estatura y la complexión delgada u obesa, pero no se podía distinguir quiénes eran los hombres y quiénes las mujeres. Sólo se distinguía aquella mujer con túnica blanca y dorada parada en medio del atrio, la cual Tania no había visto nunca.

Cuando el carruaje se detuvo las chicas bajaron en silencio y aquella mujer les hizo una seña para que se acercaran. Cuando lo hicieron formaron una línea enfrente de la mujer dando la espalda a los asistentes. No sabían qué decir o hacer, pero hasta ese momento todo parecía andar bien.

Aquella mujer tenía el pelo castaño peinado en un grueso chongo, era delgada y alta. Su edad no podía definirse, sólo se podía tener la certeza de que no era una niña y tampoco una anciana. Fuera de estas dos etapas cualquier edad se le podía atribuir sin ningún problema. Su túnica era blanca como la de todos los demás, pero ésta tenía hermosos bordados dorados hechos por una mano experta, tal vez la de ella misma. Los símbolos bordados eran familiares para Tania, pero desconocía sus significados.
Sin moverse de su lugar la mujer miró a cada una de las chicas detenidamente. Desde la coronilla de la cabeza hasta la punta de los pies. Las miró por completo, sin perderse ni un solo detalle, tan lentamente que parecía mirar también sus órganos, sus células, el pulso en sus venas, el movimiento de sus pulmones, de sus corazones y de sus almas.

Después de algunos largos y silenciosos minutos la mujer puso su mano en el hombro de Estela. Un breve grito ahogado se alcanzó a escuchar, pero inmediatamente el silencio reino de nuevo. La mano de la mujer se movió hacia la espalda de Estela, y la guió con amabilidad a un altar que estaba a unos pasos enfrente de las chicas. El altar de mármol blanco era un poco alto, casi como una mesa, y era tan ancho que podían recostarse dos personas sin ni siquiera tocarse.

Sin decir una sola palabra la mujer invitó a Estela a recostarse en medio del altar. Mientras lo hacía cuatro hombres aparecieron de la nada. Eran muy altos y musculosos. Llevaban túnicas blancas ajustadas en la cintura con enormes cinturones café, las mangas parecían haber sido arrancadas por ellos mismos y sus cabezas estaban cubiertas por pequeñas capuchas blancas.

Dos de esos hombres se pusieron en los extremos de la línea que formaron las jovencitas, y las obligaron a recorrerse para ocupar el vacío que había en medio. Los otros dos hombres se pusieron en los costados del altar, uno a la cabeza y el otro a los pies de Estela.

El corazón de Tania empezó a latir con fuerza y sus manos comenzaron a sudar. Respiró largo y profundo varias veces para tranquilizar su ansiedad, pero los nervios y el miedo la invadían cada vez más. Cuando creyó que se iba a desmayar sus ojos se abrieron grandes y su cuerpo se quedó petrificado al ver que la mujer sacó una daga de su pecho. Dos o tres chicas ahogaron gritos por la sorpresa. Instintivamente Estela quiso incorporarse, pero los hombres que estaban junto a ella la detuvieron sujetándola de las manos y los pies.

La mujer alzó la daga al cielo y dijo varias palabras que Tania no logró comprender. Estela desgarraba su garganta en gritos y se retorcía para zafarse de sus fuertes yugos, pero todo parecía ser inútil y nadie la ayudaba. De pronto, sin ninguna duda ni temor la mujer clavó la daga en el pecho de Estela, varias chicas gritaron rompiendo a llorar, pero Estela calló y miró a los asistentes preguntándose por qué la habían abandonado. La mujer con pulso preciso hizo un corte hacia abajo, y algunas lágrimas silenciosas rodaron por las mejillas de Estela mientras su mirada se perdía en el vació.

Todas las chicas lloraban y gritaban, excepto Tania, ella estaba paralizada viendo como la sangre manaba a chorros, manchando el vestido de la virgen y el altar de fría piedra.

Los hombres soltaron a la chica. Parecía una muñeca rota. Su cabello rubio estaba despeinado y húmedo por el sudor, sus ojos claros y vacíos parecían de vidrio, y su piel lisa y rosada semejaba a la porcelana, pero un demonio la había resquebrajado y ahora sacaba el tibio corazón para beber la pureza de un ser inocente.

Néfele Luna

Elementi cosmici

Era una tarde de otoño hermosa. El Sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas. Los pájaros surcaban el cielo cortando las nubes. Las ardillas terminaban con la jornada del día. Y el viento soplaba suave y fresco anunciando la lluvia vespertina.

Néfele Luna abrió sus ojos y contempló por un momento la despedida del señor Sol. Después se sentó y estiró brazos y piernas para sacudirse la pereza. Tuvo un excelente día, y si hubiera sido por ella, seguiría dormida hasta muy altas horas de la noche, pero no debía. En estas últimas semanas de otoño ella tenía la mayor carga de trabajo. Afortunadamente esto ocurría una vez al año.

La joven ninfa se acercó a la orilla de la nube y miró hacia el bosque. Entre los animales y las plantas pudo distinguir a sus hermanas. Aunque sus disfraces eran muy buenos, su conducta las delataba: No cabía duda que la lechuza y la liebre que conversaban cerca de un pino eran dos de ellas. La serpiente que saltó del susto cuando pasó el señor Ratón debía ser Nape, ella siempre se sobresaltaba cuando alguien aparecía y desaparecía con rapidez. Potádes debía de estar en el río, debido a que de vez en cuando se veían pequeños chapuzones sin que ningún ser los provocara. Y el árbol que danzaba de un lado a otro sin importar la dirección del viento, indudablemente era Ptelea.

Néfele sonrió y se incorporó. Brincó de nube en nube hacia el oriente con gran agilidad, sin importar la distancia que había entre cada una de las nubes. Sus movimientos eran suaves y perfectos. No parecía alguien que luchara contra el viento, contra el tiempo o el espacio para llegar a su destino, sino que de cierta forma su materia se integraba con armonía al mundo, como una pintura donde la belleza radica en el complemento cadencioso del todo.

Se detuvo en una gran nube. Alzó los brazos, tomó al viento de las manos y comenzó a danzar con contorsiones lentas y continuas de matices celestiales. Su cabello largo y rizado parecía un vaho que acariciaba su cuerpo. Su piel trigueña exhalaba el calor del día y el misterio de la noche. Los movimientos de sus caderas imitaban el ocaso del rocío y la sublimación del llanto. De sus labios emanaba el agradecimiento y en sus ojos irradiaba felicidad.

Bajo los dóciles movimientos de sus pies las nubes se fueron acumulando poco a poco al ritmo de la danza. Cuando se hubo formado una gran nube de rojizo algodón, la danza se fue tiñendo de afrodisiaca seducción. Los dulces meneos celestiales evolucionaron a pasionales contoneos. Su abundante cabellera parecía una vorágine de incitación lujuriosa. De sus poros germinaba la fogosidad del deseo y el éxtasis del amor. En sus caderas nacía y perecía el grito de la catarsis. De su boca se vertía el brío de la existencia y en sus ojos se revelaba la magia cósmica.

En poco tiempo las nubes se ennegrecieron, y entre truenos y rayos una gran borrasca cayó en el bosque al tiempo que Néfele cayó de rodillas.

Permaneció a gatas por unos minutos. Su corazón palpitaba con fuerza. Su pecho se movía con bastante agitación, y gruesas gotas de sudor resbalaban por su rostro.

Néfele Luna

jueves, 14 de julio de 2011

Utopía y Desencanto

“El bien, quisimos el bien: enderezar al mundo.
No nos faltó entereza: nos faltó humildad.”
Octavio Paz

Nos borraron de la Historia.

Y corríamos por una libreta a cuadros con grafito en los pies rayando a gritos.
Pero no escribíamos nada,
Sólo rayones abstractos como la igualdad o la belleza.

Y eso no era malo,
pero las palabras no alcanzaban,
por más que corrían no llegaban,
como en un sueño o una pesadilla.

Por más que alargábamos los brazos,
por más que lanzábamos conceptos atados por nudos los unos a los otros,
por más que nuestras salivas se juntaban para crear un río que uniera;
pero olvidábamos el puente,
o el puente se rompía en trocitos, como alfileres, como palillos.

Entonces nos quedamos allí tirados,
tratando de olvidar que habíamos sido borrados,
y con ese olvido también borrarnos a nosotros mismos.

Carla de Pedro

Arena

“… en su arena leer que nada espere,
que no espere misterio, que no espere.”
Gilberto Owen

Pero él estaba allá, lejos, mordiéndose cada una de las uñas, estrellando el puño contra los espejos, azotando la cabeza contra las paredes para salir después al escenario, sonriendo, siendo el hombre más fuerte y poderoso, actuando su acto cotidiano de política y guerra.
Testarudo. Lo había odiado cada minuto desde su llegada a palacio. Su mirada intensa fragmentada de verdes acechándola.
Y ¿Cómo no odiarlo? En aquella aldea donde ella había nacido las mujeres eran libres y corrían, los niños bebían el agua directamente del río, los hombres amaban a sus hijos, como su padre que le había enseñado a mirar el cielo y a entenderlo.
Ahora, en aquél desierto, el cielo no decía nada; la eternidad era visible a lo largo de la extendida arena sin límites: libertad.
Pero él estaba allá, maldiciéndola, llorando como un gatito indefenso: león domado, destronado, añorándola como a una estrella brillante, lejana.
Y podía sonreír, y podía reírse de él a carcajadas, de su mirada caleidoscopio, de sus manos poseedoras de infinito, de sus labios absorbentes de almas; de la manera en que ella, la inocente, la esclava, le había arrancado poco a poco las palabras y los actos, lo había encerrado para ella sola dejando afuera el reino en ruinas, el reino en ruinas como palideciendo bajo una tormenta de arena, el mundo desecho y ella mandando, ella reina de sus ladrillos y sus laberintos y sus jardines y sus cabellos y su débil corazón y su alma.
Y ahora, el sultán solitario se dormía pensando en ella, allí en su cama angosta con perillas de metal, limitado, prisionero de su soledad mientras ella andaba sin barreras marcando sus huellas en la inacabable arena rojiza.
Y a pesar del calor, a pesar de que la vida se le iría agotando en el camino sin regreso ella sabía que él, él también moriría de soledad, moriría de vencido; y ella sabía que su propia muerte, la muerte de una esclava indefensa, acabaría barriendo finalmente la poca realidad que le quedaba a aquél reino y lo absorbería el tiempo como al vino y dejaría su espacio vacío, sólo con algunas letras sueltas, como un mito, como un cuento.

- Pobre mujer – dijo el sultán cuando le informaron de su muerte – sola en medio del desierto sin protección ni de Dios ni mía.

Carla de Pedro

Filosofar sobre los mecates

Dicen que una sábana tendida, volando por el viento de un hermoso día veraniego del sur, inspiró la escena de Cien años de soledad en que Remedios, la bella, sale volando por el aire; hermosa, celestial y pura, como una ligera y volátil sábana blanca.
Pues esto, y hay que remarcarlo, no fue nada como eso, y para tirarnos esa imagen tan bella habría que decir que fue precisamente lo contrario.
Y no fue culpa de Esteban, cuya imaginación no se quedaba atrás y junto a quien García Márquez, Julio Verne, Balzac o cualquier otro hombre capaz de crearse universos paralelos ante la observación del más cotidiano de los objetos habría quedado opacado, pues, aunque Esteban jamás había escrito un libro, ni siquiera un verso, su imaginación era capaz de cruzar espacios, tiempos, dimensiones, palabras.
El problema fue que los mecates estaban vacíos, tan vacíos, podríamos decir, como los ojos de la amada sin su amado, como el macrocosmos de Kubrick sin música, como el reloj sin tic-tac, como un plato sin comida (todo esto podría haber dicho Esteban pero su mente no podía estancarse tan acá; su mente, que viajaba a la velocidad de la luz, a pesar de no entender lo mínimo de las ecuaciones de Einstein, iba siempre un paso más allá de lo que sus profesores de la escuela consideraban coherente.)
Así pues, mientras Esteban buscaba inspiración para su proyecto de clase de literatura, mirando las nubes que paseaban por el cielo del patio de su casa, se topó con los mecates, esos mecates de plástico rojos que ensangrentaban, negros que recortaban o azules que hacían del cielo una pintura cubista.
No es que los mecates careciesen de belleza, Esteban sabía eso, más bien contrastaban completamente con la belleza tradicional de una fotografía de tarjeta postal.

Esteban no dudaba de la utilidad de los mecates, recordemos que este era un proyecto literario, no publicitario, no una crítica de la praxis, no un ensalzamiento de lo sencillo frente a lo tecnológico (mecates contra secadora de ropa) sino un trabajo de literatura.
Así pues, y tratando de seguir al pie de la letra las palabras de Oscar Wilde en tanto a que todo arte es completamente inútil, Esteban se dispuso a alabar la belleza del trozo de plástico más olvidado, ignorado, desacreditado por los estetas, por los filósofos e incluso por las amas de casa que podían odiarlo más allá de toda lógica.
Esteban admiró por un instante al creador de tan bella, colorida, folclórica y artesanal obra y fue así, de su repentina sensación de lo bello como algo tangible, concreto y simple; todo lo contrario de la intangible, virginal, etérea y profunda Remedios; que surgió el poema más absurdo, sencillo, realista, de limitado léxico, sin nada de ética y de insalvable estética jamás escrito.
No podemos decir que Esteban se sintió mal ante su reprobatoria calificación en la asignatura de Literatura 5, sin embargo, y talvez sin ser consciente de la causa, no volvió a escribir ni una palabra literaria y se dedicó a la ciencia.
La ciencia no ganó gran cosa, pues Esteban nunca pudo comprender ni una sola de las ecuaciones de Einstein, pero la literatura, sin embargo, perdió a uno de los mejores escritores que jamás existieron y jamás existirán y ni siquiera lo supo.
Habrán los creadores de alejarse de las grandiosas, pero destructivas, divagaciones que giran en torno a los mecates; y habrán de agradecer los lectores que aquella tarde veraniega hubiera en el patio de García Márquez una bella y blanca sábana moviéndose danzante al ritmo del viento.

Carla de Pedro

lunes, 11 de julio de 2011

Calor. Sirenas y motores contaminan el aire. Él lee un libro, cualquier libro, no le importa el tema. Parecen poemas y él se entretiene en las metáforas de la tinta: forma castillos y caminos negros, perras correteando su cola, palomas vagabundas, etc. El autobús retumba con una música que él no escucha, las palabras se disuelven en el aire y él no las entiende. Sin motivo concreto, alza la vista. Está ahí, es la mujer más bella, iluminada por la luz que se cuela entre una nube, radiante, llena de vida. Mueve sus labios, está cantando. Él intenta escuchar: Te amo, la oye una vez con una voz melosa, desagradable. "Te amo, eres mi adoración", escucha de nuevo y no lo soporta. Bota el libro y sale corriendo por la puerta delantera. Afuera la lluvia cae en torrentes. Las calles, los autos, las casas son un eterno escurrir de tinta y él corre, huye.

DAGS