Dicen que una sábana tendida, volando por el viento de un hermoso día veraniego del sur, inspiró la escena de Cien años de soledad en que Remedios, la bella, sale volando por el aire; hermosa, celestial y pura, como una ligera y volátil sábana blanca.
Pues esto, y hay que remarcarlo, no fue nada como eso, y para tirarnos esa imagen tan bella habría que decir que fue precisamente lo contrario.
Y no fue culpa de Esteban, cuya imaginación no se quedaba atrás y junto a quien García Márquez, Julio Verne, Balzac o cualquier otro hombre capaz de crearse universos paralelos ante la observación del más cotidiano de los objetos habría quedado opacado, pues, aunque Esteban jamás había escrito un libro, ni siquiera un verso, su imaginación era capaz de cruzar espacios, tiempos, dimensiones, palabras.
El problema fue que los mecates estaban vacíos, tan vacíos, podríamos decir, como los ojos de la amada sin su amado, como el macrocosmos de Kubrick sin música, como el reloj sin tic-tac, como un plato sin comida (todo esto podría haber dicho Esteban pero su mente no podía estancarse tan acá; su mente, que viajaba a la velocidad de la luz, a pesar de no entender lo mínimo de las ecuaciones de Einstein, iba siempre un paso más allá de lo que sus profesores de la escuela consideraban coherente.)
Así pues, mientras Esteban buscaba inspiración para su proyecto de clase de literatura, mirando las nubes que paseaban por el cielo del patio de su casa, se topó con los mecates, esos mecates de plástico rojos que ensangrentaban, negros que recortaban o azules que hacían del cielo una pintura cubista.
No es que los mecates careciesen de belleza, Esteban sabía eso, más bien contrastaban completamente con la belleza tradicional de una fotografía de tarjeta postal.
Esteban no dudaba de la utilidad de los mecates, recordemos que este era un proyecto literario, no publicitario, no una crítica de la praxis, no un ensalzamiento de lo sencillo frente a lo tecnológico (mecates contra secadora de ropa) sino un trabajo de literatura.
Así pues, y tratando de seguir al pie de la letra las palabras de Oscar Wilde en tanto a que todo arte es completamente inútil, Esteban se dispuso a alabar la belleza del trozo de plástico más olvidado, ignorado, desacreditado por los estetas, por los filósofos e incluso por las amas de casa que podían odiarlo más allá de toda lógica.
Esteban admiró por un instante al creador de tan bella, colorida, folclórica y artesanal obra y fue así, de su repentina sensación de lo bello como algo tangible, concreto y simple; todo lo contrario de la intangible, virginal, etérea y profunda Remedios; que surgió el poema más absurdo, sencillo, realista, de limitado léxico, sin nada de ética y de insalvable estética jamás escrito.
No podemos decir que Esteban se sintió mal ante su reprobatoria calificación en la asignatura de Literatura 5, sin embargo, y talvez sin ser consciente de la causa, no volvió a escribir ni una palabra literaria y se dedicó a la ciencia.
La ciencia no ganó gran cosa, pues Esteban nunca pudo comprender ni una sola de las ecuaciones de Einstein, pero la literatura, sin embargo, perdió a uno de los mejores escritores que jamás existieron y jamás existirán y ni siquiera lo supo.
Habrán los creadores de alejarse de las grandiosas, pero destructivas, divagaciones que giran en torno a los mecates; y habrán de agradecer los lectores que aquella tarde veraniega hubiera en el patio de García Márquez una bella y blanca sábana moviéndose danzante al ritmo del viento.
Carla de Pedro
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