Era una tarde de otoño hermosa. El Sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas. Los pájaros surcaban el cielo cortando las nubes. Las ardillas terminaban con la jornada del día. Y el viento soplaba suave y fresco anunciando la lluvia vespertina.
Néfele Luna abrió sus ojos y contempló por un momento la despedida del señor Sol. Después se sentó y estiró brazos y piernas para sacudirse la pereza. Tuvo un excelente día, y si hubiera sido por ella, seguiría dormida hasta muy altas horas de la noche, pero no debía. En estas últimas semanas de otoño ella tenía la mayor carga de trabajo. Afortunadamente esto ocurría una vez al año.
La joven ninfa se acercó a la orilla de la nube y miró hacia el bosque. Entre los animales y las plantas pudo distinguir a sus hermanas. Aunque sus disfraces eran muy buenos, su conducta las delataba: No cabía duda que la lechuza y la liebre que conversaban cerca de un pino eran dos de ellas. La serpiente que saltó del susto cuando pasó el señor Ratón debía ser Nape, ella siempre se sobresaltaba cuando alguien aparecía y desaparecía con rapidez. Potádes debía de estar en el río, debido a que de vez en cuando se veían pequeños chapuzones sin que ningún ser los provocara. Y el árbol que danzaba de un lado a otro sin importar la dirección del viento, indudablemente era Ptelea.
Néfele sonrió y se incorporó. Brincó de nube en nube hacia el oriente con gran agilidad, sin importar la distancia que había entre cada una de las nubes. Sus movimientos eran suaves y perfectos. No parecía alguien que luchara contra el viento, contra el tiempo o el espacio para llegar a su destino, sino que de cierta forma su materia se integraba con armonía al mundo, como una pintura donde la belleza radica en el complemento cadencioso del todo.
Se detuvo en una gran nube. Alzó los brazos, tomó al viento de las manos y comenzó a danzar con contorsiones lentas y continuas de matices celestiales. Su cabello largo y rizado parecía un vaho que acariciaba su cuerpo. Su piel trigueña exhalaba el calor del día y el misterio de la noche. Los movimientos de sus caderas imitaban el ocaso del rocío y la sublimación del llanto. De sus labios emanaba el agradecimiento y en sus ojos irradiaba felicidad.
Bajo los dóciles movimientos de sus pies las nubes se fueron acumulando poco a poco al ritmo de la danza. Cuando se hubo formado una gran nube de rojizo algodón, la danza se fue tiñendo de afrodisiaca seducción. Los dulces meneos celestiales evolucionaron a pasionales contoneos. Su abundante cabellera parecía una vorágine de incitación lujuriosa. De sus poros germinaba la fogosidad del deseo y el éxtasis del amor. En sus caderas nacía y perecía el grito de la catarsis. De su boca se vertía el brío de la existencia y en sus ojos se revelaba la magia cósmica.
En poco tiempo las nubes se ennegrecieron, y entre truenos y rayos una gran borrasca cayó en el bosque al tiempo que Néfele cayó de rodillas.
Permaneció a gatas por unos minutos. Su corazón palpitaba con fuerza. Su pecho se movía con bastante agitación, y gruesas gotas de sudor resbalaban por su rostro.
Néfele Luna
martes, 19 de julio de 2011
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