jueves, 14 de julio de 2011

Arena

“… en su arena leer que nada espere,
que no espere misterio, que no espere.”
Gilberto Owen

Pero él estaba allá, lejos, mordiéndose cada una de las uñas, estrellando el puño contra los espejos, azotando la cabeza contra las paredes para salir después al escenario, sonriendo, siendo el hombre más fuerte y poderoso, actuando su acto cotidiano de política y guerra.
Testarudo. Lo había odiado cada minuto desde su llegada a palacio. Su mirada intensa fragmentada de verdes acechándola.
Y ¿Cómo no odiarlo? En aquella aldea donde ella había nacido las mujeres eran libres y corrían, los niños bebían el agua directamente del río, los hombres amaban a sus hijos, como su padre que le había enseñado a mirar el cielo y a entenderlo.
Ahora, en aquél desierto, el cielo no decía nada; la eternidad era visible a lo largo de la extendida arena sin límites: libertad.
Pero él estaba allá, maldiciéndola, llorando como un gatito indefenso: león domado, destronado, añorándola como a una estrella brillante, lejana.
Y podía sonreír, y podía reírse de él a carcajadas, de su mirada caleidoscopio, de sus manos poseedoras de infinito, de sus labios absorbentes de almas; de la manera en que ella, la inocente, la esclava, le había arrancado poco a poco las palabras y los actos, lo había encerrado para ella sola dejando afuera el reino en ruinas, el reino en ruinas como palideciendo bajo una tormenta de arena, el mundo desecho y ella mandando, ella reina de sus ladrillos y sus laberintos y sus jardines y sus cabellos y su débil corazón y su alma.
Y ahora, el sultán solitario se dormía pensando en ella, allí en su cama angosta con perillas de metal, limitado, prisionero de su soledad mientras ella andaba sin barreras marcando sus huellas en la inacabable arena rojiza.
Y a pesar del calor, a pesar de que la vida se le iría agotando en el camino sin regreso ella sabía que él, él también moriría de soledad, moriría de vencido; y ella sabía que su propia muerte, la muerte de una esclava indefensa, acabaría barriendo finalmente la poca realidad que le quedaba a aquél reino y lo absorbería el tiempo como al vino y dejaría su espacio vacío, sólo con algunas letras sueltas, como un mito, como un cuento.

- Pobre mujer – dijo el sultán cuando le informaron de su muerte – sola en medio del desierto sin protección ni de Dios ni mía.

Carla de Pedro

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