martes, 19 de julio de 2011

La gran noche

El recorrido fue muchísimo más largo de lo que las jóvenes habías esperado, pero finalmente vieron luces en los lados del camino. Eran antorchas que alumbraban el camino hasta un claro iluminado por lámparas de vela cubiertas con esferas de vidrio blanco.

Las chicas estaban asombradas, pero el mal presentimiento de Tania creció al ver que todos los asistentes estaban vestidos con túnicas blancas y cubrían sus cabezas con largos velos blancos. Todos se veían igual, lo único que los diferenciaba era la estatura y la complexión delgada u obesa, pero no se podía distinguir quiénes eran los hombres y quiénes las mujeres. Sólo se distinguía aquella mujer con túnica blanca y dorada parada en medio del atrio, la cual Tania no había visto nunca.

Cuando el carruaje se detuvo las chicas bajaron en silencio y aquella mujer les hizo una seña para que se acercaran. Cuando lo hicieron formaron una línea enfrente de la mujer dando la espalda a los asistentes. No sabían qué decir o hacer, pero hasta ese momento todo parecía andar bien.

Aquella mujer tenía el pelo castaño peinado en un grueso chongo, era delgada y alta. Su edad no podía definirse, sólo se podía tener la certeza de que no era una niña y tampoco una anciana. Fuera de estas dos etapas cualquier edad se le podía atribuir sin ningún problema. Su túnica era blanca como la de todos los demás, pero ésta tenía hermosos bordados dorados hechos por una mano experta, tal vez la de ella misma. Los símbolos bordados eran familiares para Tania, pero desconocía sus significados.
Sin moverse de su lugar la mujer miró a cada una de las chicas detenidamente. Desde la coronilla de la cabeza hasta la punta de los pies. Las miró por completo, sin perderse ni un solo detalle, tan lentamente que parecía mirar también sus órganos, sus células, el pulso en sus venas, el movimiento de sus pulmones, de sus corazones y de sus almas.

Después de algunos largos y silenciosos minutos la mujer puso su mano en el hombro de Estela. Un breve grito ahogado se alcanzó a escuchar, pero inmediatamente el silencio reino de nuevo. La mano de la mujer se movió hacia la espalda de Estela, y la guió con amabilidad a un altar que estaba a unos pasos enfrente de las chicas. El altar de mármol blanco era un poco alto, casi como una mesa, y era tan ancho que podían recostarse dos personas sin ni siquiera tocarse.

Sin decir una sola palabra la mujer invitó a Estela a recostarse en medio del altar. Mientras lo hacía cuatro hombres aparecieron de la nada. Eran muy altos y musculosos. Llevaban túnicas blancas ajustadas en la cintura con enormes cinturones café, las mangas parecían haber sido arrancadas por ellos mismos y sus cabezas estaban cubiertas por pequeñas capuchas blancas.

Dos de esos hombres se pusieron en los extremos de la línea que formaron las jovencitas, y las obligaron a recorrerse para ocupar el vacío que había en medio. Los otros dos hombres se pusieron en los costados del altar, uno a la cabeza y el otro a los pies de Estela.

El corazón de Tania empezó a latir con fuerza y sus manos comenzaron a sudar. Respiró largo y profundo varias veces para tranquilizar su ansiedad, pero los nervios y el miedo la invadían cada vez más. Cuando creyó que se iba a desmayar sus ojos se abrieron grandes y su cuerpo se quedó petrificado al ver que la mujer sacó una daga de su pecho. Dos o tres chicas ahogaron gritos por la sorpresa. Instintivamente Estela quiso incorporarse, pero los hombres que estaban junto a ella la detuvieron sujetándola de las manos y los pies.

La mujer alzó la daga al cielo y dijo varias palabras que Tania no logró comprender. Estela desgarraba su garganta en gritos y se retorcía para zafarse de sus fuertes yugos, pero todo parecía ser inútil y nadie la ayudaba. De pronto, sin ninguna duda ni temor la mujer clavó la daga en el pecho de Estela, varias chicas gritaron rompiendo a llorar, pero Estela calló y miró a los asistentes preguntándose por qué la habían abandonado. La mujer con pulso preciso hizo un corte hacia abajo, y algunas lágrimas silenciosas rodaron por las mejillas de Estela mientras su mirada se perdía en el vació.

Todas las chicas lloraban y gritaban, excepto Tania, ella estaba paralizada viendo como la sangre manaba a chorros, manchando el vestido de la virgen y el altar de fría piedra.

Los hombres soltaron a la chica. Parecía una muñeca rota. Su cabello rubio estaba despeinado y húmedo por el sudor, sus ojos claros y vacíos parecían de vidrio, y su piel lisa y rosada semejaba a la porcelana, pero un demonio la había resquebrajado y ahora sacaba el tibio corazón para beber la pureza de un ser inocente.

Néfele Luna

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