jueves, 21 de julio de 2011

Mi último cumpleaños

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Yo la amaba con todo mi ser. Tomábamos algunas de las mismas clases en la universidad y, desde que la vi el primer día, no podía dejar de contemplarla: era sumamente hermosa, de una belleza muy natural. Aunque siempre sonreía, me gustaba más seria, callada o pensativa; quizá ello se debe a que su desenvoltura me intimidaba mucho. Las amigas que rápidamente hizo eran igual de extrovertidas, así que no me dejaron gran oportunidad de acercarme, pero aún así ella me saludaba y hasta conversábamos casualmente. Joaquín, un amigo mutuo --que yo conocía de antes-- propiciaba que nos sentáramos cerca, en grupo, y ella a veces se interesaba en el libro que yo leía por entonces o en lo que escuchaba con audífonos. Sin embargo, mis patológicos retardos hacían que esto fuera poco frecuente porque me veía en la necesidad de tomar uno de los escasos asientos que hubiera desocupados ya varios minutos después de iniciada la clase; lo cual no impedía, debo decirlo, que la mirara, tan serena y atenta las más de las veces, o distraída y risueña —que no me gustaba tanto, pero igual la veía.


Hasta hace no mucho, visitábamos con regularidad un cafecito cerca de su casa, tarde porque los horarios se tornaron más difíciles con el paso del tiempo, las clases compartidas menos y ya no teníamos amigos comunes. Yo seguía disfrutando enormemente de su presencia, aún cuando sólo la viera comer o leer algo distraídamente; comprendía que ella tenía deberes y me conformaba, gustosamente, con seguirla contemplando detalladamente, para memorizar las formas de su rostro, y con que me dedicara miradas, sonrisitas, unas pocas palabras.

Yo sabía, no obstante, que ella no me pertenecía, que había compartido su vida con varios hombres y que seguramente los había amado a todos en distintos momentos, mientras yo sólo la miraba a ella, sólo a ella deseaba, sólo ella ocupaba hasta el mínimo de mis pensamientos. Eso me afligía profundamente, no hace falta decirlo. Pero aguantaba, resistía, me mantenía en pie, con la confianza infundada de que algún día ella cayera en la cuenta de cuánto la amaba, de que siempre iba a estar a su lado; con la esperanza de que me viera por fin, con certeza.

Hace un par de semanas la esperé en aquel café durante horas, varios días consecutivos. Nunca llegó. Me preocupé, primero, porque pensé que podría haberle sucedido algo malo, pero pronto perdí la cabeza al pensar que no me vería más, que había decidido dejar de acudir. Se me ocurrieron varias posibles causas, cada una peor que la otra. Sólo pensaba en eso y la enorme angustia no me permitía hacerlo claramente. Recorrí los alrededores de su casa y las clases de su interés, pero no acerté a emprender una búsqueda mejor. Ni siquiera pregunté por ella. Ahora yo lo sabía: ella no me vería más, yo no le importaba. Me deprimí como nunca antes: no lograba levantarme de la cama ni comía ni pensaba en otra cosa que no fuera ella. ¿Qué había hecho mal?, ¿qué me faltaba?, ¿qué quería ella? Yo no le pedía sino su presencia, sus gestos, sus movimientos, su voz.

Ayer fue mi cumpleaños. Me alisté con la esperanza vaga y agotadora de verla. Salí. Mientras caminaba, armaba mentalmente un discurso tentativo. ¿Debía abrazarla y decirle cuánto la había echado de menos?, ¿o debía recriminar su falta de tacto, su súbita ausencia? ¡No! Podría arrepentirse y partir. A todo esto, la posibilidad del encuentro era remota aunque mi anhelo de que aquello sucediera la acercaba tanto que casi podía aseverar que pasaría. Yo la seguía amando a pesar de que la incertidumbre me hiciera querer romperle la cabeza, en sentido figurado, claro: yo la amaba. Pero me había hecho sufrir tanto que hubiera deseado que ella sufriera también. Que sufriera mi ausencia, que me valorara. De cualquier modo, cuando la viera, iba a abrazarla y a pedirle que nunca más se separara de mí. Mi disposición para pagar el precio que fuera era absoluta.

Llegué al café. Me paré en la entrada y di un vistazo rápido a todo el lugar. Eso me garantizaba la oportunidad de huir sin que nadie me viera antes de permanecer otra vez sin compañía en la misma mesa. No tuve que hacerlo. Mi mirada se detuvo, ¡ahí estaba ella! Se había arrepentido, me había extrañado, había recordado mi cumpleaños y, en un gesto pacifista y reconciliador, se había presentado. Sabía que yo iría a buscarla, que sólo quería estar con ella. Apresuré mi paso, entonces, ya con una sonrisa satisfecha en la cara, y por fin me senté frente a ella, que leía y tenía los audífonos puestos. Cuando notó que había llegado, me sonrió seria, pensativamente, aún un tanto inmersa en su lectura o en su música o en ambas y todo mi ser floreció de nuevo. Me miraba atentamente, en silencio. Ninguno de los dos atinaba a decir algo.

—Hola, qué bueno verte—dijo con una sonrisa tensa, quizá nerviosa.

—…

—Hace tiempo que no te veía…

—Sí…—respondí con aturdimiento: ¡estaba teniendo una conversación con ella!

—Y, ¿cómo está Joaquín?, ¿cómo has estado tú, qué has hecho?

No recuerdo qué dije o siquiera si dije algo. Salí con la mente nublada, a paso lento.

Pronto olvidaré lo demás, una mala broma o lo que haya sido. Ese será mi regalo de cumpleaños: un poco de olvido. Y seguiré yendo al café, a esperarla cuando ella pueda ir y a verla, de lejos, leer o hablar. No necesito otra cosa. No debo intentar otra cosa. Eso sí debo recordarlo.

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