la noche anterior había soñado con nosotros. ya no te perseguía sin poder mirarte el rostro para escupirte un reproche anudado en la garganta. esta vez corría a tu encuentro, descalza y extrañamente feliz. alguien nos había regalado el tiempo y despierta no lo dejé de sujetar.
había llegado ya el tan esperado segundo día de tormenta. gotas ligeras y constantes formaban una de esas lluvias que son perceptibles sólo por su acumulación y por el eco de los círculos que se forman en el lodo.
nosotros adentro, guardados clandestinamente bajo llave, empapados, sin sentir el frío, sentados sobre una podrida alfombra, alumbrados con el naranja intermitente de los faroles de la calle, festejando treinta y dos años de heridas mortales.
el humo de varios colores danzaba para mezclarse con la música y empujar la ventana, intentando filtrarse al mundo real. sonrisas involuntarias provocadas artificialmente por ese hormigueo característico en los pómulos. tus manos eternamente cálidas sintiendo mis manos repentinamente suaves. cantábamos a Ella, pretendiendo ignorar lo que nos hacía estar juntos. te mostrabas agradecido por estar conmigo y decepcionado por sentirte solo.
guardaste la botella y te incorporaste decidido a explorar el lugar: un verdadero laberinto vacío, cilíndrico y de paredes blancas. en él crecían desde la nada angostas escaleras de caracol que desaparecían cuando uno terminaba de ascender, las puertas siempre ocultas por una pared circular que obligaba a llegar al centro antes de penetrar cualquier habitación. cada piso lucía igual al inferior pero ofrecía más puertas, espejos y escaleras. en el interior de un armario al que llegamos dos veces desde partes opuestas de la casa, se escondían unas goteras que sobre cacharros con ritmos aterradores se burlaban de nosotros.
en la habitación más grande los ventanales mostraban una diminuta selva rodeada por una ciudad de grandes edificios. contemplamos el paisaje un rato y al salir notamos que al lado había otra puerta diferente a las demás, me negué a abrirla. por otro camino bajamos a un cuarto pequeño y nos instalamos en un rincón. Triste, molesto o nostálgico tocaste mi cara y mirando a donde debían estar mis ojos me dijiste:
-te debo una de mis vidas.
yo respiré profundo y me recosté en tu hombro sin hablarte de mi miedo a la oscuridad.
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